Las dos caras del pasado: una historia plagada de clichés






Hace varias semanas pedí por Twitter que me dijerais cuáles eran vuestros clichés favoritos. Reuní al menos 27 y los junté todos en una única historia que os traigo a continuación. ¿El reto? ¡Ver cuántos sois capaces de identificar!

Se trata, claro, de un juego: no siempre podemos evitar caer en los clichés, y aunque aquí haga una parodia de ellos y los ridiculice un poco, bien usados pueden ser recursos muy interesantes. No pretendo que nadie se sienta mal por haber caído en su utilización alguna que otra vez.

¿Estáis listos? ¡Contadme en los comentarios cuántos clichés encontráis!



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Nuestra historia empieza, como no podía ser de otra forma, con un chico en un internado.

Víctor tiene diecisiete años, una cicatriz de una violenta quemadura en el brazo izquierdo, una colección de figuritas de «El Señor de los Anillos» y la asombrosa cantidad de cero familiares vivos.

Pese a todo, él no diría que la suya es una existencia triste: no conserva ningún recuerdo de sus padres, así que puede permitirse el lujo de moldearlos a su antojo. Los imagina cariñosos, inteligentes, buenas personas, y eso le hace sentirse un hijo muy afortunado.

Él, desde luego, es portentosamente listo y aceptablemente justo, y de alguna parte tienen que haber salido esos genes.



Víctor tampoco considera que la soledad sea una característica manifiesta en su vida: cuenta con dos mejores amigos que, si bien no conforman un grupo muy numeroso, son exactamente lo que una familia debería ser.

Primero está Sergio, un alma bohemia brotada de manera anacrónica, un espíritu libre que disfruta de la vida en la misma medida en la que deja que la vida disfrute de él.

Sergio se declaró abiertamente gay a la precoz edad de doce años, y no hay mofa ni insulto por parte de sus compañeros de clase que le hagan ceder un solo centímetro de territorio en ese campo. Víctor nunca ha perdido la fe en que la seguridad aplastante de Sergio se le pegue por osmosis algún día.

El padre de Sergio es el profesor de química del internado, y corre el rumor de que antes de acabar allí trabajó como científico para una organización secreta en el extranjero, pero que fue despedido por usar los laboratorios para sus propias invenciones demenciales. Nadie tiene claro cuál es la verdad, pero a juzgar por los múltiples cachivaches de dudosa procedencia que Sergio lleva siempre en la mochila, Víctor sospecha que algo hay de cierto en la reputación de científico loco que arrastra su afable profesor.

En cualquier caso, y dejando de lado lo incómodo que pueda resultar ser el mejor amigo del hijo de tu profesor favorito, Víctor sabe que no cambiaría a Sergio por nada del mundo.

Y después está Sofía. Pero ella, claro, merecería una historia aparte.




Sofía, con sus grandes ojos y sus sonrisas fáciles, con su barbilla inquisitiva y esa manera tan suya de adueñarse del espacio que ocupa y el que está por ocupar.

Ese año Sofía llegó en septiembre con lentillas y sin las gafas que la habían acompañado durante toda la adolescencia. Dicha sustitución, aparejada con la ausencia de la ortodoncia que antes había vuelto metálicas todas sus sonrisas y aderezada con un peinado nuevo y moderno, supuso un cambio que pocos alumnos (y no muchas más alumnas) pasaron por alto. No es de extrañar: ya hemos establecido que Sofía cumple el rol de la chica en esta historia, ¿y cómo iba a desempeñar esa función sin sufrir la transformación del patito feo al hermoso cisne?

Para Víctor, nada de esto fue una revelación. Él siempre ha sabido que Sofía es preciosa.

Víctor la quiere. Desesperadamente. La quiere desde antes de que supiera lo que es querer. Lleva toda una vida queriéndola en silencio.

Y eso es algo que ella jamás debe saber: ser amigo de Sofía es ya algo demasiado valioso como para ponerlo en riesgo.

Salvando esa desazón constante de enamorado mudo que lo persigue desde la infancia, Víctor considera que es incluso feliz.

O al menos, lo es cuando Héctor no está cerca.

Héctor no es un repetidor: es un cuatripitidor. Todos los profesores suspiran con resignada frustración cuando lo tienen delante. Nunca se le ve sin su chupa de cuero negra y sus anillos plateados. Es guapo, arrogante, pretencioso y un abusón clásico, de los que arrastran tras sus botas de motero un pequeño séquito de seguidores arrastrados. Vamos, una versión más rockera y menos afectada de Draco Malfoy.




Hay tres cosas que Héctor no soporta: los empollones, los amigos de ese maricón de Sergio y las chicas que no caen rendidas a sus pies.

Huelga decir que Sofía, digna integrante de los tres grupos, ostenta con orgullo su título de antagonista oficial de Héctor.

Por desgracia para Víctor, que siempre ha podido contar con el apoyo de su mejor amiga en lo que al matón en cuestión se refiere, todo cambia una tarde en la que el profesor de tecnología castiga a Sofía y Héctor a quedarse limpiando el laboratorio después de clase tras una acalorada discusión entre ambos en mitad de una explicación.

Al principio, todo son miradas envenenadas y acusaciones directas. Después llegan los silencios hostiles y una incomodidad en expansión. Y por fin, tras cuatro horas de confinamiento juntos, los dos acaban sentados sobre una mesa al fondo del aula.

Sin su chupa de cuero ni público al que impresionar, Héctor se humaniza, se relaja y se vuelve casi suave, casi líquido. La conversación se torna personal e íntima sin que ninguno de los dos se dé cuenta, y es entonces cuando él le confiesa que existen rumores de que está viéndose con cierta persona de clase, algo que le molesta enormemente.

Sofía, siempre la estratega más rápida, acaba aceptando fingir ser su pareja para ayudar a acabar con las sospechas a cambio de que Héctor no vuelva a meterse con Víctor y Sergio. Vaya, lo que se conoce como el fake dating de toda la vida.

La noticia es un jarro de agua fría para nuestro desdichado protagonista, que durante las siguientes semanas se ve obligado a asistir en silencio a una relación que, pese a haber empezado como una simple estratagema, parece estar volviéndose más seria con cada día que transcurre.

Héctor y Sofía se enamoran, de esa forma caprichosa y pasional en que se hace cuando tienes diecisiete años y muchas posibilidades ante ti.

Y Héctor, cada vez más alejado del rebelde sin causa que fue una vez, revela entonces que tras su cara bonita se ha ocultado siempre un pasado triste, una infancia de abandono y muchas tardes de soledad.




No es Víctor el único dolido con esta nueva situación, pues la persona con la que Héctor se había visto falsamente relacionado no es otro que Sergio.

—Dos meses —le dice a Víctor un día, estando los dos tumbados sobre la cama de nuestro protagonista con los ojos fijos en el techo de su cuarto y el pecho hinchado de resignación—. Hacía dos meses que nos veíamos. En secreto, claro. Héctor es muy machote, mucho machote y demasiado machote como para querer que los demás sepan que le gustaba el maricón de Sergio.

Víctor no dice nada. Calla y comprende en silencio. Bastante tiene ya con lo que tiene como para llevar su empatía demasiado lejos.

¿Creíais que Víctor ya era lo suficientemente desgraciado? Claro que no, por favor. Vamos a ver, os he dicho que es el protagonista. ¿Cómo va a acabar aquí su sufrimiento? ¿Es esto una comedia romántica? No. Estad más atentos, ¿queréis?

Porque entonces… EL DRAMA. No más de dos meses después, un incendio se desata en la habitación de Víctor en mitad de la noche. Saltan las alarmas del internado y el pobre muchacho despierta rodeado de un denso humo negro. Lenguas de fuego como serpientes ígneas trepan por su cama para alcanzarlo, pero Víctor se cubre la boca con la camiseta del pijama y corre hacia la puerta.

Víctor es otro que tampoco está atento: si esa puerta no estuviera bloqueada de alguna forma misteriosa desde fuera, ¿qué gracia tendría ese incendio? Ya os lo digo yo: ninguna.

Así que esta es la situación: todo en llamas, el humo entrándole por la garganta y los ojos, cada vez menos aire, cada vez más difícil recordar cómo moverse, y entonces, una idea: la ventana.

Víctor corre hacia el otro lado de su cuarto, pero allí descubre con sorpresa que la ventana ya está abierta.

Y él está seguro de que no la dejó así anoche.

En ese momento, sin embargo, no tiene tiempo para pensárselo más: la noche se abre ante él, llena de aire puro y una oportunidad de sobrevivir, y para zambullirse en ella solo tiene que saltar.

La altura es excesiva, pero el humo hace que cada vez sea más difícil respirar, y Víctor se encarama al alféizar y se deja caer.

El impacto llega con fuerza y en un ángulo espantoso, pero no debéis temer por su vida: es el protagonista. Es evidente que va a sobrevivir.

Víctor ve un cielo negro tachonado de estrellas que cada vez brillan menos.

Justo antes de perder la conciencia, un rostro pálido rompe la continuidad del firmamento sobre sus ojos.

Víctor quiere gritar al reconocer la mirada que se clava en él con odio, pero todo se oscurece y tanto el rostro como las últimas estrellas se diluyen en las sombras.




Cuando despierta al día siguiente en la enfermería del internado, en su memoria no queda ni rastro de esa cara conocida; solo la inquietante sensación de que hay un recuerdo dormido en los resquicios de su mente pugnando por emerger.

Es Sergio quien le comunica esa mañana al visitarlo la mala noticia: su cuarto ha quedado destrozado y tendrá que encontrar otro lugar donde dormir durante un par de semanas.

Y es Sofía, por otra parte, quien le da la buena noticia: como mejor amiga suya que es, resulta evidente que es su deber ofrecerle un hueco en su habitación mientras restauran el cuarto de Víctor.

Ni qué decir tiene que él no piensa oponer resistencia.

Así que Víctor se muda al cuarto de Sofía ese mismo día, tan pronto como la enfermera le permite ponerse en pie.

Y claro, they were roommates. Y claro, there was only one bed.

Como dirían los ingleses, it was bound to happen.

(Para los que no sepáis inglés: que el roce hace el cariño y que sí, que se lían).

Sofía y Héctor cortan, y Víctor vive al fin una pequeña victoria.

Pobrecillo, el muy inocente. No sabe la que se le viene encima.

Apenas una semana después, el entrenador, el profesor de educación física, ese hombre descomunal y sin un ápice de delicadeza que siempre ha sido un cabronazo con Víctor por ser un debilucho, lo llama aparte tras la clase para revelarle la verdad: existe una secta antigua dedicada a desentrañar los secretos de la alquimia a la que pertenecieron varios profesores del claustro, y sospechan que el malo malísimo que ha intentado quitarse de encima a Víctor es Santiago, un antiguo pupilo de la asociación que se volvió MALO. Pero para qué llamar a la policía cuando pueden simplemente no hacer nada y meterle el miedo en el cuerpo al chaval.



¿Y por qué intentó matar ese tal Santiago, a Víctor?

Mira, de verdad, que me tengáis que hacer esas preguntas a estas alturas de la historia…

Porque Víctor es EL ELEGIDO para restaurar la secta y descubrir los verdaderos poderes de la conversión de los metales en oro. SOLO ÉL PUEDE HACERLO.

Que no estáis atentos, joder.

Y el entrenador nunca ha sido un cabrón con Víctor porque sí, por amor al arte. Únicamente pretendía prepararlo para lo que estaba por llegar, porque le habían encomendado ser su protector.

Para demostrarlo, le enseña un par de movimientos muy chulos de defensa personal “por lo que pudiera pasar”.

Y “lo que pudiera pasar” es que Víctor escucha decir a un par de profesores que el “chalado de química y su inocente mujer encinta” han sido secuestrados por Santiago.

No sé qué os suena raro. Todo el mundo sabía que era aquí a donde nos estábamos dirigiendo desde el principio de la historia.

¿Y qué decide hacer Víctor? A ver, es el protagonista, el elegido, el único e irrepetible. Así que decide emprender una peligrosa misión al casoplón donde se rumorea que vive el caballero, don Santiago. Es una verdad bien sabida que los malos tienen su dirección en la biografía del perfil de Twitter.

Víctor procede pues a ir en busca de Sofía para comunicarle sus intenciones de embarcarse en una aventura suicida, pero no llega a encontrarla: Héctor se cruza en su camino tras una de sus escapas terapéuticas en moto, hecho trizas por el dolor de haber perdido a la chica de sus sueños y henchido de rabia blanca.

Es casi profético que se encuentre con Víctor. Como si hubiera sido cosa del destino.

Pero no: es cosa de que a la trama le conviene.

Héctor busca pelea. Está ciego de ira y la dirige toda contra el enclenque de Víctor, que trata en vano de escabullirse sin llegar a las manos.

Héctor embiste con todas sus fuerzas, confiado, bajando la guardia, y Víctor, que recuerda a la perfección cada segundo de los diez minutos de clase de artes marciales que le regaló su profesor de educación física, le pega una somanta de palos al pobre muchacho.

Que nadie sufra por Héctor. ¿Os acordáis de Sergio? Este es su momento estelar: llega en el último momento y los separa, porque por miserable que haya sido Héctor con él, Sergio tiene eso que se llama altura moral, y no puede permitir que su mejor amigo lo mande al hospital de una paliza.

Y no es que el internado sea pequeño, pero por azar Sofía aparece por allí justo en ese instante.

Víctor, que no necesita recuperar el resuello porque ES EL PROTA, informa a sus amigos de todas las novedades, y los cuatro deciden ir juntos a por Santiago sin la compañía ni supervisión de un adulto responsable.

Héctor incluido, claro.

Con un ojo a la funerala, pero va. No puede quedar como un cobarde delante de Sofía y Sergio a la vez.

Llegan de noche al casoplón en cuestión y confirman que, como ya habían vaticinado, se trata de un edificio imponente que en su día debió de haber tenido una apariencia regia pero que hoy apenas se podría calificar de decadente.



Llaman al timbre con la clásica técnica del “abre, soy yo” y los recibe un mayordomo entre las sombras, poco más que una voz contenida informándoles de que “el señor Santiago no tardará en llegar”.

En ese momento, como si hubiera estado esperando la llamada a escena, el mismísimo Santiago baja las escaleras de la mansión con andares solemnes y afectados.

No hay presentaciones. Nadie las necesita. Todos saben de qué va esta historia.

Santiago sonríe caucásicamente y les anuncia que pueden llevarse al científico y su mujer embarazada si a cambio le entregan a Víctor. Nuestro protagonista acepta, como no podía ser de otro modo. Es EL ELEGIDO, y eso siempre lleva aparejado un cierto grado de mártir.

Pero cuando el intercambio está a punto de producirse, Sergio lanza una de las bombas de humo de su padre, Héctor noquea a Santiago y el grupo trata de echar a correr con el profe y su mujer. Es una coreografía perfecta que han ensayado en sus cabezas de camino a la mansión, así que nada podía salir mal.

Pero ay, el drama. Porque la señora no tenía otro momento para romper aguas más que ESE, y el desastre los retrasa lo suficiente como para que el mayordomo les corte el paso.

Y he aquí LA TRAGEDIA: el mayordomo ES IDÉNTICO A VÍCTOR.

Les revela entonces en el clásico discursito del malo que piensa que ya ha ganado que es el GEMELO PERDIDO DE VÍCTOR, y que él siempre fue la mente pensante detrás de todo. Le trae al pairo la alquimia, y de la secta ya ni hablamos. Santiago es solo un títere, un “villano de paja”, y las intenciones reales del falso mayordomo eran cargarse a Víctor por haber sido el hermano que tuvo la suerte de quedarse con su familia.

Pero Víctor, que ha visto muchas pelis y sabe cómo va esto, usa uno de sus súper movimientos de kárate aprovechando que su gemelo está distraído con el discursito, dejándolo inconsciente. Tomad nota, niños: si alguna vez llegáis a pérfidos y diabólicos villanos, pasad del momento discursito. Cualquiera que haya leído un poco sabrá que ese es el fin de la carrera de todo malo malísimo.

Los cuatro amigos, el pobre científico y su desdichada mujer de parto logran escapar así, y Sofía llama a la policía (a buenas horas, mangas verdes) para que alguien vaya a la mansión a apresar a los dos payasos esos.

En medio del furor de la felicidad, Víctor proclama muy orgulloso que no le importa que lo de la profecía fuera una farsa, porque el verdadero tesoro son los amigos que ha hecho por el camino en su aventura. Es que hasta Héctor ha acabado cayéndole bien. Lo que son las cosas.

Con chiribitas en los ojos, Sofía le propone que se casen cuando acaben el instituto. Víctor accede exaltado de pura felicidad. Hay aplausos, lágrimas, palmaditas en la espalda.



Los vítores suenan cada vez más altos. El científico y su mujer encinta se abrazan. Su bebé no nato, un futuro ingeniero que ya apunta maneras, estudia la situación y concluye que mejor espera un poco más para nacer.

Sergio besa impulsivamente a Héctor, que le devuelve el ósculo con la misma pasión.

El jolgorio es expansivo, desmesurado.

Y entonces, un pitido infernal corta por lo sano la atmósfera de celebración.

Es el despertador de Víctor, que abre los ojos y se incorpora sobresaltado.

Todo. Ha. Sido. Un. Sueño.


Comentarios

  1. Ja, ja, ja... Estupendo relato construido cliché a cliché. Como en cocina nunca se tira nada antes de probar que podamos usarlo para crear algo nuevo. Una lectura divertida y de escritura complicada dados los variopintos clichés que logras introducir. Saludos!

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